La Ciudad Infantil no era un parque de atracciones aunque alegró la vida de miles de niños.
La Ciudad Infantil era un refugio seguro para
los niños cuyos padres enfrentaban grandes dificultades para cuidar a sus hijos
y necesitaban una ayuda de corto o largo plazo. La Ciudad Infantil funcionaba
de una manera muy parecida a los Hogares Escuelas, con niños que venían
diariamente de sus casas y también con niños residentes. Un lema de la Edad
Dorada del Peronismo ―los primeros años del primer Gobierno Peronista cuando
Evita vivía y todo parecía posible― proclamaba que “los únicos privilegiados de
la Nueva Argentina son los niños.” Evita quería que los niños fueran no sólo
privilegiados sino protegidos. Su Fundación quiso tejer una red de seguridad
que iba desde la niñez (los Hogares Escuelas para los niños de edad primaria)
hasta la adolescencia (la Ciudad Estudiantil para los de edad secundaria) y
llegaba a la universidad (las Ciudades Universitarias).
La Ciudad Infantil, que albergaba a los niños de dos a siete
años, tenía su propio encanto. Los asistentes sociales enviaban los niños que
necesitaban ayuda o cuyas familias necesitaban intervención, como estipulaba el
Reglamento (muy parecido al Reglamento de los Hogares Escuelas). La capacidad
máxima de la Ciudad era de 450 niños; el promedio era de 300, entre residentes
y externos.
La Ciudad Infantil era la niña de los ojos de Evita. Allí
podía ver el fruto de los sacrificios que ella hacía en su vida personal. Las
visitas que venían de otros países comentaban que era un instituto modelo, bien
en avanzado de su época; su meta era integrar los niños marginados a la
sociedad, prepararlos para la escuela primaria y ayudarlos a integrarse al
grupo por medio del juego (utilizaba los métodos de María Montessori, que
todavía vivía).
Cuando la gente recuerda la Ciudad Infantil, piensa en sus
edificios en miniatura: los chalets, la plaza con su alegre fuente de agua, la
escuela, la municipalidad, la iglesia de estilo nórdico con sus vitraux, la
estación de servicio y los pequeños conductores que venían a llenar los tanques
de nafta, la prefectura donde los que no respectaban las reglas de tránsito
venían a pagar sus multas, el banco y las tiendas (farmacia, verdulería,
almacén) y el pequeño arroyo azul cielo que serpenteaba por la ciudad. En la Ciudad
Infantil, todos tenían la posibilidad de ser intendente, banquero, farmacéutico
o maestro, pero sólo por un día. Se cambiaban los trabajos para que cada niño
pudiera cumplir diferentes roles dentro de la comunidad.
La Ciudad Infantil era mucho más que una colección de
edificios en miniatura. La ciudad entera ocupaba dos cuadras, bordada por
cuatro calles (Echeverría, Húsares, Juramento y Ramsay) en el barrio de
Belgrano, un suburbio de Buenos Aires. Una cuadra era un parque arboleado
diseñado para niños, con toboganes, calesita, un tren eléctrico y otros juegos.
En la otra cuadra estaba el edificio principal con las oficinas
administrativas, una clínica, las salas escolares, un comedor con capacidad
para 450 niños, cuatro dormitorios con capacidad para 110 niños, un teatro, un
circo, y un gran vestíbulo. Afuera estaban los solarios, la pileta de natación
y la ciudad en miniatura (los adultos tenían que encorvarse para entrar en los
edificios).
Las paredes del edificio principal estaban decorados con los
dibujos de los cuentos de hadas tan caros a los niños: Caperucita Roja, la
Cenicienta, los Tres Chanchitos, los animales del circo. Para que el techo del
comedor no pareciera tan alto estaba decorado con festones y todas las
habitaciones eran luminosas, espaciosas y ventiladas.
La ropa de los niños venía de las mejores tiendas de Buenos
Aires y se cambiaba cada cuatro meses. Los niños de cabezas rapadas que
llevaban los uniformes grises de la Sociedad de Beneficencia dejaron de existir
en la Nueva Argentina.
Un detalle sirve para demonstrar la calidad del cuidado
brindado a los niños. Las mesas del comedor tenían manteles de tres colores
distintos, amarillos, rosados y azules que no sólo daban una nota de color al
comedor. Los niños se dividían en tres grupos según las recomendaciones de los
médicos dietéticos. El valor calórico de los niños residentes se basaba en su
altura y su peso, conteniendo el 100% de las vitaminas, minerales y proteínas
que requerían diariamente. Los niños externos, que corrían el riesgo de no
recibir comida nutritiva en sus casas, recibían el 90%.
En el verano, los niños iban a las colonias de vacaciones
del Hotel para Niños en Chapadmalal donde muchos de ellos pudieron jugar en el
mar por primera vez.
Si la situación de la casa no se había mejorado cuando el
niño llegaba a la edad de comenzar el primario, se le daba prioridad para
entrar en un Hogar Escuela.
La construcción de la Ciudad Infantil continuó día y noche
durante cinco meses y veinte días. Se terminó en un tiempo récord y fue
inaugurado el 14 de julio de 1949, seguramente uno de los días más felices de
la vida de Evita como esposa del Presidente. Los viejos noticieros en blanco y
negro la muestran caminando, casi bailando el día de la inauguración, mientras
señalaba todas las maravillas de la ciudad a los invitados. Los obreros que
habían trabajado más horas le presentaron las llaves de la ciudad, diciéndole
que ellos sabían que trabajar por la Fundación era trabajar por sus propios
hijos. La Ciudad Infantil se llamaba “Ciudad Amanda Allen” para honrar a una
enfermera de la Fundación, muerto en un accidente de aviación cuando volvía de
socorrer las víctimas de un terremoto en Ecuador.
Su hermana Erminda relata una anécdota que muestra que la
Ciudad Infantil nunca estaba lejos del pensamiento de Evita. Un día un señor ya
viejo vino a pedirle ayuda para conseguir un trabajo. “A mí lo que me gusta es
el campo,” le dijo. Evita consideraba que, con la edad que tenía, el trabajo
del campo sería muy duro para él. Le dijo, “Pero yo lo necesito en la ciudad. Y
yo le voy a dar un trabajo. A mí me han regalado tres burritos para que los
niños de la Ciudad Infantil puedan pasear y yo quiero que Ud. me los cuide.”
Erminda contó que el cuidado de los burritos lo hizo el hombre más feliz de la
tierra.
Evita iba a la Ciudad día y noche, sin hacerse anunciar.
Ella controlaba que no faltaba nada y preguntaba por los niños por nombre si
veía que faltaba alguno. Erminda cuenta que, cuando sabía que se moría, Evita
se escapó de sus médicos y se fue a visitar la Ciudad Infantil. Cuando volvió a
la Residencia, se puso a llorar porque, como dijo a su hermana, ella veía que
el nivel de atención y cuidado que ella había exigido ya no se respectaba.
Después del golpe de estado de 1955, los niños residentes fueron
desalojados y el establecimiento convertido en un jardín de infantes para los
niños de clase media alta del barrio de Belgrano (ciertamente privilegiados,
pero no necesitados). Más tarde se convirtió en sede del Instituto Nacional de
Rehabilitación del Lisiado. En 1964, la autora de este artículo se enteró que
la ciudad en miniatura estaba destinada a la demolición y apeló a los diarios y
revistas más ligados a los trabajadores cuyos aportes había hecho posible su
construcción. Los diarios alertaron el público pero la clase trabajadora de la
época no tenía el poder necesario para parar la destrucción. Los edificios
fueron destruidos para construir una playa de estacionamiento. Lo que pasó con
la Ciudad Infantil es simbólico de la destrucción de la obra de Evita. En la
Argentina del tercer milenio, los niños de menos recursos no son privilegiados.
De hecho, en un país con la capacidad de producir lo suficiente para alimentar
la población de Estados Unidos, hay niños que se mueren de hambre.
Después que los militares asumieron el poder en 1955, las
obras de Evita fueron destruidos sistemáticamente o destinados a otros usos más
adaptados a la filosofía de las clases gobernantes (por ejemplo, los militares
convirtieron el Hospital de Niños de Terma de Reyes en Jujuy en un hotel de
lujo y un casino para ellos y para sus familias).
Para justificar el desmantelamiento de la Ciudad Infantil,
el equipo de investigadores entregó su informe el 5 de diciembre de 1955. Les
dejamos la última palabra: “La atención de los menores era múltiple y casi
suntuosa. Puede decirse, incluso, que era excesiva, y nada ajustada a las
normas de sobriedad republicana que convenía, precisamente, para la formación
austera de los niños. Aves y pescado se incluían en los variados menús diarios.
Y en cuanto a vestuario los equipos mudables renovados cada seis meses se
destruían.” (Ferioli, p. 87).
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